Síndrome de culto a la celebridad

En el país de American Idol los visitantes anuales a Graceland, la casa de Elvis Presley, son 15 veces más que los de la Casa Blanca. Grandes lumbreras se reúnen en congresos para estudiar lo que aquí llamamos cholulismo; otras le han puesto un nombre jodido asociado a la locura: “síndrome de culto a la celebridad”. Hay quienes sostienen que una de cada tres personas sufre la cosa, a menudo a niveles fronterizos. De dónde viene y cómo se padece esta nueva variante de la insania.

Ignoro el nombre de mis vecinos, apenas sé que el de enfrente cuida su jardín y que la familia de al lado observa el sabbat. En cambio sé que luego de seis semanas sin sus hijos, internada por una crisis nerviosa, la cantante Britney Spears gritó “¡Mis bebés!” cuando la dejaron ver a Preston y Jayden. Por poco no conocí detalles escabrosos de su estadía en la clínica –casi roban su historia médica–, pero oí sobre sus berrinches y sus excesos de velocidad y su aumento de peso. Las tapas de las revistas, la televisión y la red me nutren, sin que lo advierta, de información que me acerca al celebrity worship syndrome (CWS, síndrome de culto a la celebridad), una patología que los académicos norteamericanos han sumado a su lista de estudios inverosímiles.

El CWS puede ser leve, como el de cualquier hijo de vecino que dice que a él no le interesa Spears y revela así que sabe quién es la susodicha. Sube a moderado entre el público que elige el canal E! o la revista People –o versiones más elegantes como la correspondencia de Truman Capote o la revista Rolling Stone–, seres que pueden mantener una conversación sobre la supuesta maldición de los Kennedy y usar los nombres de pila de los famosos. La cosa y el síndrome se ponen graves cuando alguien se muda a la zona donde vive su estrella, le declara su amor en persona y en cientos de llamados y amenaza con suicidarse si ella no le responde. Es lo que hizo John Warnock Hinckley, fan de Jodie Foster.

En 2003 la revista New Scientist informó que el nombre del nuevo desorden psicológico, que describe el interés en la vida de los famosos, se robó la celebrity worship scale (escala de culto a la celebridad) que creó el psicólogo James Houran para medir el grado de interés de una persona en los famosos. La escala, rebautizada como “actitud ante la celebridad” (CAS), se basa en la adhesión o el rechazo ante 34 afirmaciones, entre ellas “Me gusta hablar con gente que admira a los mismos que yo” o “Mi estrella favorita es mi alma gemela”.

Houran ubicó a los pobres ignotos en tres categorías, un arco que va de la gente sociable a la antisocial. “De entretenimiento social”: los que ven en los famosos una mera fuente de interacción con otros. “De intensidad personal”: casos en los que aparecen sentimientos compulsivos o tendencias obsesivas. Y “de patología fronteriza”: personas con conductas incontrolables y fantasías permanentes. En el último extremo de este grupo se incluyen los acosadores que pueden volverse violentos si sus ídolos no escuchan su consejo o sus demandas. Es el caso de la protagonista de la novela Misery, de Stephen King.

La revista Psychology Today publicó que en septiembre de 2005 más de cien académicos participaron en un congreso sobre el culto de las celebridades –“desde las convenciones de fanáticos hasta el asesinato de famosos”– en la ciudad de Ayr, Escocia. El campo promete: según Houran, uno de cada tres individuos sufre alguna forma de CWS. El más leve no conlleva problemas mayores: lo padecen personas extravertidas, según la escala de los psicólogos gringos. El intermedio, en cambio, se asocia a angustia y depresión. El más pronunciado puede acompañar psicopatías graves.

LA NUEVA RELIGIÓN. Ya lo dijo John Lennon, antes de que lo asesinara su admirador Mark David Chapman: los Beatles superaron en fama a Jesús. Ese día nació oficialmente la cultura de la celebridad. Ofrece, como la religión, figuras sagradas –los famosos–, rituales –la entrega de los Oscar, la gira de Bob Dylan– y un sentido de comunidad: no conozco a mis vecinos pero ellos y yo tenemos en común que conocemos a muchos famosos. Aunque haya usado tres talles más que el modelo de estrella actual, Santa Marilyn Monroe, patrona de la belleza y la desdicha, junta fieles todavía; el Beato Bill Gates, protector de la era digital, recoge donaciones cada vez más cuantiosas.

“El surgimiento de la celebridad como una preocupación pública es el resultado de tres grandes procesos históricos interrelacionados: primero, la democratización de la sociedad; segundo, el declive de la religión organizada; tercero, la transformación de la vida cotidiana en mercancía”, escribió en Celebrity (Celebridad) el sociólogo inglés Chris Rojen, profesor de Nottingham Trent University. “Las celebridades son mercancía en el sentido de que los consumidores desean poseerlas.” La televisión, el cine y la industria de la música lo ilustran: en tanto son mercancía necesitan de estrategias de marketing, no ya talento. Por eso los visitantes anuales a Graceland, la casa de Elvis Presley en Tennessee, son 15 veces más que los de la Casa Blanca en Washington.

Las fábricas de famosos renuevan los modelos periódicamente. Madonna, quien no ha parado de cambiar de piel, comprende la máquina. Como ella, muchos participan en su construcción como mercancía: Michael Douglas y Catherine Zeta-Jones vendieron las fotos de su boda por un millón de libras; Gwyneth Paltrow y Chris Martin dieron a los paparazzi la dirección del médico donde confirmaron que esperaban un hijo. No es gratuito que Tilda Swinton aparezca en la Ok! con una cartera Prada de 2.290 dólares: el público que paga mil veces menos por la revista –llena de publicidad de otra indumentaria, cosméticos, comida de dieta y muchos programas de televisión– buscará su imitación en el Barrio Chino. Hace rato que los famosos nos dicen qué auto manejar, en qué restaurante comer y cómo se lleva el pelo.

El marketing estimula la posesión: “¡No es sobre nosotros, es sobre ustedes!”, titula Ok! la encuesta hecha a los lectores sobre los temas más importantes de la semana, por caso, “¿Le pagaría a Lindsay Lohan para que no se saque la ropa?” (el voto popular se dividió: 47% sí, 53% no). Lo mismo hace In Touch: “¿Arruinará el matrimonio la relación de Brad y Angelina?” Para el 82% de los lectores, casamenteros, no.

Por eso mismo basta con que Kate Moss baje del pedestal a la tapa de los tabloides en una foto donde se la ve tomar cocaína para que despierte una ola de opiniones a favor y en contra, que no recibiría siquiera un familiar hallado en el mismo renuncio. Las estrellas son más nuestras que la familia. Renuncios menores, como usar el mismo vestido dos veces, también se castigan: para eso está “Policía de la moda” en el canal E!

SOY ÍNTIMO DE TODOS ELLOS. Hablamos de las celebridades como si fueran nuestros amigos: “De una manera u otra, en la sociedad contemporánea la mayor parte de los individuos establece relaciones de intimidad con figuras ausentes”, escribió Leo Braudy en el libro que fundó los estudios sobre la fama moderna: The Frenzy of Renown (El frenesí del renombre). Todos creemos saber cómo son las vidas de los famosos porque hemos escuchado que Janet Jackson pide que el servicio de hotel sea enteramente masculino o que Barbra Streisand alegra su inodoro con pétalos de rosas. En Eastern Promises hemos visto desnudo a Viggo Mortensen, como al cónyuge. Y esa “intimidad a distancia” presenta al menos una ventaja: Mortensen no deja la ropa sucia en nuestro canasto.

Vivir sus vidas –de modo vicario, detrás de la neblina de los medios– nos distrae del aburrimiento de nuestras vidas sin pétalos de rosas en el inodoro. Soñar con ser admirada como Julia Roberts, amado como Mick Jagger, son metáforas del deseo de ocupar el centro de la comunidad, dejar al fin de temer el rechazo. No importa si sus historias son verdad o mentira: el relato sustituye la vida real.

The New York Times cita una encuesta del psicólogo Orville Gilbert Brim, estudioso de la fama, según la cual en China, Alemania y los Estados Unidos alrededor del 30% de los adultos fantasean con ser famosos y más del 40% espera cumplirle a San Andy Warhol y tener su fugaz momento de fama. Pero sólo uno de cada cien pone el reconocimiento como un objetivo central de su vida; uno que integra el 8% de los acosadores en potencia que encontró Houran en su estudio y que alimenta los reality shows, la manifestación más reciente en los medios de esta manía por la fama.

Más de 70 mil enfermos de CWS se presentaron al casting de American Idol; la cifra debe multiplicarse por los cientos de miles de realities que en el mundo atraen a los aspirantes de estrellas. En su versión extrema, los realities se ocupan del cambio de imagen: Extreme Makeover (Cambio total) ofrece cirugías estéticas, implantes dentales, depilaciones insospechadas. El deseo de tener el frente de Pamela Anderson o el derrière de J.Lo puede ir más allá, hasta lo literal: I Want a Famous Face (Quiero una cara famosa) es un programa de MTV que sigue a jóvenes durante el proceso de cirugía estética que los hará parecidos a Ricky Martin o Jessica Simpson.

YA LO DECÍA DARWIN. La prevalencia de adolescentes en los clubes de fans revela que la adoración tiene raíces en la búsqueda de modelos. Los teóricos del CWS sostienen que juega un rol en la separación de los padres que permite dejar de ser niño y convertirse en adulto. Pero una vez pasados los años en los que se transita hacia la autonomía emocional “se trata de un fenómeno anormal, similar a un desorden alucinatorio de tipo erotómano”, escribe el psicólogo John Maltin, profesor de la Universidad de Leicester, Reino Unido. “Una estructura de personalidad complicada facilita que la psiquis de algunas personas se fusione con una celebridad como intento por forjar una identidad y un sentido de realización.”

Los humanos tienden a imitar a quienes les va bien: la teoría de la selección natural lo explica. En el fondo siempre está la multiplicación de la especie, la necesidad de buscar la compañía sexual de la mejor calidad genética posible. Los rasgos positivos del cuerpo y la personalidad hablan de características deseables para la reproducción.

In Touch elige a los diez hombres con mejores bíceps y pectorales, una lista que encabezan Matthew McConaghey, David Beckham y Hugh Jackman. La nota “¡Me casé con una estrella!”, en Us Weekly, muestra al ex James Bond Pierce Brosnan de la mano de su esposa, una periodista con sobrepeso, tan contento.

Alguna vez, antes de que aprendiéramos a representarnos en las paredes de la cueva, el reconocimiento del otro podía convertirse en una cuestión de vida o muerte: la comunidad era de amigos, los extraños eran amenazas en potencia. Pero aquella necesidad de protección se ahogó en la corriente sin fin de los medios actuales: “La globalización de la fama puede minar las fuentes de seguridad ontológica, tanto el sentido de identidad personal como la capacidad para la reflexión crítica”, escribió Anthony Elliott, profesor de Ciencia Política de la Universidad de Melbourne, Australia.

Lo mismo ha sucedido con la angustia de trascender a la muerte. Hasta hace pocas décadas los famosos eran modelos de cómo hacer algo que nos grabe en la memoria de los otros más allá de nuestra fecha de vencimiento. Pero la fama contemporánea –escribió Braudy– “nada tiene que ver con el recuerdo de un logro significativo salvo para los juegos de preguntas y respuestas. Hoy existen dos mundos: el de los medios, donde suceden las grandes cosas, y el de la normalidad, cuya importancia parece menguar constantemente”.

Operativo clamor: ¡Dejen en paz a Britney!

Chris Crocker tiene 20 años y un amor: Britney Spears. Los videos donde la imita o da consejos de vida inspirados en ella se han visto más de 65 millones de veces en YouTube. Casi dieciocho de esos millones corresponden al más reciente, Leave Britney Alone! (¡Dejen en paz a Britney!), dos minutos y once segundos de un muchacho al que se le corre el rimel mientras llora porque los medios pican la carne de Spears. “¡Después de todo lo que ella hizo por ustedes! ¡Dejen en paz a Britney!”

Crocker mismo se convirtió en una celebridad. Casi tan entretenido como su video (www.youtube.com/watch?v=kHmvkRoEowc) son los que lo parodian: “¡Hace una hora que no sube un video! ¡Por culpa de ustedes, desgraciados! ¡Déjenlo en paz!”, “¡¿Cómo se atreven a burlarse del tipo que quiere que dejen a Britney en paz?! ¡Luego de todo lo que él hizo por ustedes!”.

¿Es realmente Barak Obama como nosotros?

“Barack Obama: ¿Es realmente como nosotros?” Us Weekly le preguntó “lo que sólo una revista de celebridades se anima a preguntar”, y así los lectores se enteraron de que la más reciente lectura del precandidato demócrata fue Harry Potter, junto con su hija Malia, y que no pica papas fritas sino frutas secas y desecadas. “En la era de la fama y el espectáculo”, escribió el conductista Tim Barney, profesor de Emerson College, “a los norteamericanos no les importa sólo saber quién gana, sino también conocer el drama, los actos, los actores y la historia que conduce al resultado”.

Muchas veces las celebridades encabezan campañas políticas sobre temas sociales. Bono organiza giras para alertar sobre la pobreza en África. “¡La fiesta conmovedora de Elton!”, titula Us Weekly sobre la fiesta que Sir Elton John dio para recaudar fondos contra el sida. Brook Shields publicó un libro sobre la depresión posparto; Michael J. Fox, a quien se le diagnosticó mal de Parkinson, es un defensor de la investigación en células madre.

DIARIO CRÍTICA